Números
doblemente pares, pares e impares: Uno, dos y tres, forman el triángulo,
la base, el plano sobre el que se asienta y construye el mundo y el resto
de los números, pero, en estos otros, conviene tener en cuenta también su
indivisibilidad o su paridad. Un número que puede dividirse en dos partes
iguales, y así hasta llegar a la unidad, nunca tendrá el mismo sentido esotérico
que el que se queda a medio camino de aquélla, o que ese otro al que resulta
imposible partirse en dos mitades enteras e idénticas entre sí.
Ejemplo del primer caso (doblemente pares): 16= 8+8 -> 8= 4+4
-> 4 = 2+2, y 2 = 1+1. En general aluden al orden, ley, partición, justicia,
equilibrio… Pero, al formarse por dos partes pares e iguales entre sí, no son
tan creativos o activos como los pares simples o los impares.
Ejemplo del segundo caso (sólo pares): 12 = 6+6 -> 6 = 3+3.
Aunque de valores similares a los anteriores, pues los generan dos partes también
iguales, su partición acaba antes de llegar a la unidad y siempre en impar,
por lo que tienen menos resaltadas aquéllas cualidades pero, participan ya del
elemento creativo y activo de los impares.
Ejemplo del tercer caso (impares): 11 = 5 + 6. Cualquier número
primo que no puede dividirse en dos mitades enteras y que lo hace en dos partes
desiguales entre sí. Al igual que el 11, y más aún, el 7 o el propio 1, estos
números se asocian a la creatividad, a la individualidad, a la acción y a todo
lo que requiere de principios opuestos, sexuales, diferentes, para realizarse.
Para sus letras/números, salvo en el caso del 100 y del 500, asociados a la
C y la D, Roma usaba sólo líneas rectas, masculinas, que son las que marcan
cada una de las cartas del Tarot. Pero en los signos romanos, además, siempre
se introducen cambios substanciales cada cuatro o cinco números:
I,
II, III,
IIII o IV, V, VI,
VII, VIII, VIIII
o IX, X...
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Hasta el V, únicamente se suceden una serie de líneas rectas, paralelas, que
nunca llegan a tocarse. El cuatro pasó más tarde a representarse como una
I y una V, preludio del mismo 5 designado con la V, primera cifra formada
por dos rectas convergentes que anuncian lo que será, tras otros cinco dígitos
más, el diez: X, un aspa, una cruz o dos V unidas por su vértice. En todos
los casos vemos que alrededor del cinco, de la V, giran todos los números,
siendo el uno la unidad fundamental, y el cuatro, el signo que presagia el
cambio. Con éste último, la línea recta, la unidad, es rebasada y postergada
por la V, y en el VI, sucede al revés y el sentido es distinto. Como si se
iniciase con ello otro ciclo que se modificará a su vez con la llegada de
la X del diez, del quince (XV), del veinte (XX); y así sucesivamente, hasta
la L del cincuenta, la C del cien o la M del mil, donde hay además otras transformaciones
substanciales. Nada rompe el período regular del IV y del V: A partir del
uno, cada cuatro o cinco dígitos, siempre hay sucesivas metamorfosis.