Los seres humanos estamos acostumbrados desde siempre a buscar nuestro destino y a “mirarnos” en las estrellas del cielo, y más aún, en las constelaciones que constituyen el Zodíaco. Todos sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de ellas pero quizá algunos ignoren que el origen etimológico de la palabra Zodíaco deriva del griego, zoon-diakos, y significa Rueda de los Animales. Ciertamente, cada uno de los signos zodiacales alegoriza a una criatura terrestre cuyos atributos parecen impregnar el carácter y tendencias de los que nacen bajo su auspicio. Con frecuencia nos identificamos con las cualidades del Toro, el León, el Escorpión o el Águila, el Carnero, el Cangrejo, el Centauro o el Caballo, la Cabra, los Peces, o con las de los Gemelos, la Virgen, la Balanza de la Justicia y la Armonía, o el Hombre-Ángel de Acuario. Al fin y al cabo, aunque humanos, estos cuatro últimos arquetipos son también animales o, en el caso de la Balanza, un instrumento de precisión ideado por el mismo que nació después de todas las demás criaturas y fue puesto por Dios en el Paraíso Terrenal para que lo cuidase y respetase. Sin embargo, Adán desoyó este precepto divino y ahora, sus descendientes, lejos ya del Paraíso de la Inocencia, lejos ya de nosotros mismos y de lo que un día fuimos, buscamos el regreso al Edén de la Felicidad en las estrellas del Zodíaco sin percatarnos de que lo tenemos más cerca, aquí, en Gea, en la Tierra de la que nunca fuimos expulsado por nadie que no fuéramos, si acaso, nosotros mismos. De todos modos, es muy posible que un día no muy lejano, si le causamos más problemas de los que está dispuesta a soportar, la propia Gea nos destierre a todos de su seno.

Creo que ya va siendo hora de que empecemos a pensar que nuestro destino no está tanto en las estrellas, o en el Cielo, como en nuestra morada terrestre. Los astros que nos rodean son nuestros vecinos siderales, es cierto, y con su lenguaje simbólico nos ofrecen una perspectiva de lo que somos y un día podremos ser. Pero no es menos verdad que aquí tenemos, en la Tierra de Gea, otros vecinos mucho más próximos en los que podemos mirarnos también y conocernos mejor. Los animales, sobre todo los que hemos convertido en domésticos, especialmente los mamíferos, y más aún si además se trata de primates, pero también aquéllos que todavía resisten a duras penas en estado salvaje, forman parte de nuestro mundo y de nuestra propia familia animal. Hijos de Gea, como nosotros, son nuestros hermanos, y aunque su morada natural no sea la ciudad, muchos de ellos conviven con nosotros en nuestra propia casa o en la del inquilino de al lado, en el establo o en la granja y, a lo peor, sobreviven hacinados en jaulas o recintos de donde no pueden salir o sólo salen para ser exhibidos en un circo como si fueran payasos, para ser diseccionados en aras de la ciencia o reconvertirse en supuestos filtros de belleza y eterna juventud en un laboratorio, o para ir derechos a la cámara de torturas y ser después sacrificados para consumo humano o cuando ya no nos “sirven”. Lamentablemente, son demasiados los animales que pasan sus tristes vidas en oscuras y cochambrosas cárceles donde a menudo mueren de pena, inanición, abandono o, de donde sólo saldrán un día para ser incluso apaleados y asesinados impunemente por algún humano deshumanizado que querrá pagar con ellos sus carencias, debilidades y frustraciones o, simplemente, divertirse sádicamente con el dolor ajeno.

Sin embargo, comemos animales, vestimos animales, somos animales, les necesitamos, y algunos, hasta les amamos. Creo que no hace falta que hable aquí del importante papel que todos los animales tienen para que el equilibrio natural de Gea no se rompa y subsista a pesar del empeño que la especie humana, con sus grandes y peligrosos inventos, pone en desestabilizar ese equilibrio desde hace tiempo, sobre todo desde que iniciamos la Revolución Industrial y emprendimos el camino sin retorno del “progreso” en un viaje que ya no tiene vuelta atrás pues parece que, lejos de poder prescindir ya nunca jamás del transporte por carretera, mar o aire, de la energía eléctrica o del petróleo, por poner tan sólo algún ejemplo, cada día horadamos más y más las entrañas de Gea, la Madre Tierra, para avanzar más aprisa aún en nuestra huída hacia delante y abandonar definitivamente los verdes bosques que nos vieron nacer y que, paradójica pero lógicamente, cada día echamos más de menos. Algunos se contentan con visitarlos de vez en cuando, deprisa y corriendo, algún fin de semana o cuando el calendario y sus circunstancias se lo permiten, sin importarles dejar tras ellos una estela contaminante de malos humos y basuras que, lejos de beneficiar a nadie, sólo perjudican a todos. Otros, no pueden sino conservar un trocito de su esencia y frescura inicial en una maceta mientras quizá tengan al perro encerrado en la terraza para que no les llene la alfombra de pelos. Quizá, los menos, queremos aprender a convivir de nuevo en armonía con lo que nos va quedando de aquel vergel lleno de vida pero todos, absolutamente todos, añoramos de una u otra manera el “Paraíso Perdido”.

A pesar de todo, deseo ser optimista y pensar que aún podemos recuperarlo, que todavía tenemos remedio. Por eso quiero creer que a todos los seres humanos nos importa legar un mundo más justo y un planeta lleno de vida a las futuras generaciones. Quiero creer igualmente que, aunque a mucha gente no le importen los bosques y los animales, sí les importan los niños y los seres humanos en general. Pues bien, para que exista ese mundo más justo y ese planeta lleno de vida, hemos de comenzar por educar a nuestros hijos y jóvenes, vigilar su salud mental e infundirles desde el principio el respeto a los seres más inocentes, explotados y maltratados incluso hasta la muerte, tantas veces, por pura y cruel diversión mal llamada "gamberrismo" y elevada incluso en ocasiones a la categoría de "antigua tradición” o "fiesta nacional". Porque si crecen en un ambiente donde sus propios padres u otros adultos son capaces de disfrutar viendo maltratar o maltratando ellos mismos a seres tan nobles e inocentes como esos pobres perros y gatos callejeros que “a nadie importan”, o como las aterradas vaquillas y toros utilizados en las mal llamadas "fiestas" de nuestros pueblos, tendrán muchas más probabilidades de ser capaces también de hacer ellos lo propio en el futuro y de continuar luego perpetrándolo, incluso, con sus profesores o con otros niños, mujeres, inmigrantes, mendigos, discapacitados, enfermos, presos y otros marginados sociales. Tampoco será tan extraño que un día sean capaces de hacerlo además con sus mismos hijos, madres, abuelos... Y luego, la sociedad entera se rasgará las vestiduras ante la escalada de violencia animal, infantil, juvenil, machista y terrorista del mundo en el que vivimos, porque la agresión gratuita a un ser vivo, que siente y padece, siempre es monstruosa y vil, máxime si ese ser es absolutamente inocente y está indefenso ante sus asesinos.

A juzgar por la hipocresía de nuestros gobiernos y de la sociedad que los vota y que hemos creado, la vida de las criaturas que esclavizamos y torturamos para divertirnos y chuparles la sangre cual vampiros (con perdón de los murciélagos) no parece merecer respeto alguno. Y tampoco se respeta la vida de los hijos de África que no tienen pan ni agua y mueren huérfanos de misericordia mientras en otras partes del mundo tiemblan ante la crisis económica, la gripe aviar o la porcina, o las vacas "locas", a pesar de que todos estos males se hayan causado desde los países ricos por tener también a sus verdaderos proveedores de carne esclavizados y sin las mínimas condiciones de salubridad. Si hemos hacinado de mala manera a las aves y a los cerdos hasta hacerlos enfermar antes de su sacrificio, si un día convertimos en carnívoros e incluso en caníbales a causa del pienso que les dimos a los pobres rumiantes que luego nos comimos ¿qué queremos? Por lo que parece, sólo hay que respetar y preservar la vida de una especie privilegiada, la nuestra (y a ser posible, la de raza blanca), que en contadas ocasiones es sublime pero demasiado a menudo perversa, sobre todo cuando únicamente sabe disfrutar viendo correr la sangre ajena en la Plaza, en la calle, en casa, en el colegio o en "el youtube". Esta especie animal, la nuestra, aunque no quiera darse cuenta, camina hacia su propio suicidio como no cambie sus estructuras mentales y aprenda a domar su violencia y a respetar la VIDA con mayúsculas.

No olvidemos nunca que violencia llama a violencia. Basta ya, pues, de “violencia de género” pero basta ya también de violencia de especie y de desmanes contra la Naturaleza si queremos seguir siendo hijos de Gea y permanecer en el Paraíso. Tengamos nuestros ojos puestos en las estrellas pero no nos olvidemos de mirar con mayor atención aún a nuestros hermanos, a nosotros mismos, y… posemos firmemente los pies sobre la Tierra. Porque, aunque queramos volar por encima de Ella y de nuestra realidad terrestre, pertenecemos al Planeta Azul, formamos parte del Zodíaco de Gea al igual que un día lo hicieron también los dinosaurios...

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