En Astrología, la simbología de los planetas se asocia directamente a los dioses grecorromanos que les dan nombre y que son modelos arquetípicos, ancestrales, que todos llevamos dentro y expresamos según sea la naturaleza de cada cual. Es como si, desde dentro de cada individuo y dependiendo de las diversas circunstancias en que se halle, emanase la misma esencia amorosa, guerrera, pacífica, cruel, justa, desmedida, osada o cauta, de viejas deidades que personificaban, y hoy siguen encarnando, a las distintas fuerzas y leyes naturales, explicando así los diversos comportamientos de la naturaleza humana ante una situación dada. Como si habitasen nuestro interior, cual musas o furias, retazos de luz u oscuridad que nos inspiran a actuar o reaccionar de una u otra forma. Y dependiendo de las posiciones celestes coexistentes con la llegada de un ser a la Tierra, esos actores compondrán una u otra melodía en el cielo que sonará también aquí y afectará a cada uno de distinto modo. Una sinfonía en la que, sin embargo, todos participamos. Pues todos podemos, en un preciso instante, sentir hambre de paz, y quizá al minuto siguiente, deseamos la guerra. Todos experimentamos el goce de amar y la amargura del desamor. Todos somos egoístas a nuestro modo. Todos somos generosos a nuestro modo. Todos somos, a nuestro modo, unas y otras cosas. Podríamos decir que, astrológicamente, los planetas son actores celestes, que se corresponden con los personajes que todos somos en algún período y circunstancia de nuestra existencia. Y que, aquí abajo, representan con nosotros el drama de la vida, al igual que ya lo hicieran en los tiempos pretéritos de las grandes odiseas homéricas…