Unas y otras figuras del Tarot se atavían con ropas y colorido propios cada uno de su esencia, rango y condición social. La Papisa y el Ermitaño, por ejemplo, llevan velos, túnicas o capas azules en el Tarot de Marsella. La Emperatriz y el Emperador lucen coronas doradas y rojas. En todos los casos hallamos colores solares y lunares; cálidos y fríos combinados entre sí de forma muy distinta. El Mago se viste con la manga izquierda roja, amarilla y finalmente del mismo tono azul que su zapato derecho, mientras en las otras extremidades invierte el orden. En todas las imágenes se alterna lo claro y lo oscuro, para que prevalezca lo uno sobre lo otro o se equilibre entre sí a lo largo de toda la serie. A partir del único arcano que no tiene nombre -el esqueleto anónimo del trece- se atreven incluso a desnudarse mostrándonos su/nuestra propia verdad el lado más auténtico de cada cual, color carne. Sólo Eros, el ángel de los Enamorados, acompaña en su desnudez a la mujer-Estrella, a los resucitados del Juicio, a los hermafroditas del Mundo y del Diablo y al propio personaje descarnado del trece. Como vemos, al llegar al final de esta representación de la vida misma que es el Tarot, el actor se desviste, se descubre quitándose la máscara y enseñándonos su verdadera identidad, laureada con la guirnalda en la última carta, la XXI. O insinuándola en el glúteo derecho también desnudo del Loco, la carta comodín, el arcano 0, sin principio ni fin porque alude al eterno pasajero del tiempo, perdido en el espacio intemporal, mortal e inmortal a la vez. A medio camino entre el principio y el fin, lo divino y lo animal. Dual, contrapuesto y contradictorio; femenino y masculino a un tiempo.